Cumplir es de flojos. Alguien lo dijo, otro alguien lo escribió y yo no recuerdo donde lo leí. Y ya empezamos mal.
Y es que cuando se trata de cumplir años pasa exactamente lo mismo, no tiene ningún mérito decía por ahí una historia que va pasando de whats en whats. Para cumplir años basta prácticamente con respirar.
365. Los días que faltan para que se cumpla otro año en el que me recordaran el día en que hice sufrir a mi madre. Que le pinte alguna lágrima a mi padre y que les regalé etiquetas con sobrenombres por primera vez a la mayor parte de mi familia.
Pero es que lo importante no es cumplir años, no es ir contando los que llevas porque no tienes una maldita idea de los que te faltan. Y menos mal, que como decía Nietzsche, la certidumbre es la que nos vuelve locos.
Lo bueno de cumplir años, días o meses es que te das cuenta de cosas y que te van dejando otras. A parte de las canas.
Los cumpleaños te sirven para darte cuenta que no basta con soplar una vela para que los deseos se hagan realidad. Que hay que hacer más, mucho más. Que ni si quiera las grandes corporaciones te podrían vender tus sueños listos para meterlos al horno de microondas.
Con los cumpleaños te das cuenta de lo inevitable del paso del tiempo y lo irrecuperable que este se vuelve. Y esto te sirve para valorarlo y vivir en el aquí y el ahora.
Pero sobre todo, el paso del tiempo –y quitar tu fecha de Facebook- te va dejando ver quién está, quién lo intenta y quien nunca ha estado.
Las personas, que hoy se coleccionan como figurillas sobre la repisa de tu face, no tienen todas la misma importancia, hay que decirlo. Ni de aquí para allá, ni de allá para acá. A quién vamos a engañar.
Los amigos. Que lejos de perderlos, te vas quedando cada vez con los más verdaderos, que aunque en cantidad pueden ser pocos en calidad son incontables.
La única manera de dividirlos es en amigos, y los demás. Nada más.
Las felicitaciones van sobrando, sobre todo las que son hipócritas y no hacen más que cumplir con un “deber” social tan insulso como nuestra doble moral.
Pero las que llegan de verdad, las que llegan sin un recordatorio, a golpe de llamada. Con un mensaje indirecto. Con un no me pude esperar más y te adelanto tu día. Con un despierta hijo, que la vida empieza a las seis de la mañana. Con un, te hice un flan de esos que tanto te gustan. Esas, suelen terminar siendo parte de los mejores regalos que uno puede recibir por no haber hecho nada más que darle otra vuelta al sol. Casi sin mérito alguno.
Porque hoy la vida es cada vez menos humana y más electrónica.
Porque una página nos tiene que decir a quien felicitar.
Porque recordar implica un esfuerzo, pero sobre todo un espacio adentro de nosotros.
Un espacio donde se está. O no.