Aquí acaba.

Para que algo empiece, otro algo tiene que terminar, una verdad tan cierta como la vida misma. Si no me crees pregúntale a tu papá como fue que naciste. Ya verás.

Porque incluso para que esta hoja pudiera empezar se tuvo que acabar algo, mi desidia, mi apatía o mi lista de pretextos. Cualquiera de las tres.

Cuando algo acaba, algo se va y más te vale que lo dejes ir del todo porque lo que esto ocasiona es que quede un espacio listo para remodelarse, para reacomodar los muebles o para ser llenado de nuevo. Lo que algunos llaman vacío.

Vacíos tan llenos. Vacíos que se disfrazan de bodegas abandonadas, sin luz no porque no haya electricidad sino porque preferimos dejarlas a oscuras. Ahí se guardan todas esas cosas que no queremos recordar, pero que la mayor parte del tiempo tampoco queremos dejar que se vayan, nada de hacer una venta de garaje que hay cosas que no tienen precio.

Habrá paredes que por más que intentes pintarlas de nuevo, siempre se quedará la huella del color anterior, pero qué más da, es lo que tiene vivir.

Algo que está lleno no le cabe nada más, pasa con la comida. Los vasos con agua, las ideas, las palabras y hasta con los recuerdos. El que tiene un álbum lleno de fotos no le puede poner más. Por muy obvio que parezca hay que decirlo.

Por eso son buenos los finales. Y a veces hasta necesarios. Alguien lo dijo alguna vez y desde entonces otros con menos voz nos hemos dedicado a repetirlo, crecer es aprender a despedirse. Y si me apuras un poco, a desprenderse. Y luego vienen y hacen negocio los de la mudanza.

 

Por eso es bueno decir adiós.

 

Envolver los recuerdos en cajas de regalo, que no dejan de serlo. Mandarlos como botellas de auxilio a la orilla de quien más los necesite.

A la orilla de quien necesite ser rescatado y no al revés.

Por mucho trabajo que cueste.

Por mucho que nos neguemos a hacerlo.

Por mucho adiós que nos digamos y por mucho que no queramos.

Por muchos capítulos que tenga un libro, siempre tiene un final.

Por eso, adiós.

 

Aquí empieza.